domingo, 7 de marzo de 2010

Día uno

Había olvidado el principal inconveniente de la soledad: No hay nadie que te recuerde lo estúpido que eres. Por suerte, creo poder habituarme.

Después de variadas advertencias incoherentes, accedió a visitarme unas horas durante el día. No estaba para nada emocionado, y creí que quizás debería sentirme culpable por querer estarlo. No pretendía para nada ocultar las razones, aunque quizás así me di a entender. Apareció como si nada, los años nos han jugado malas pasadas a los dos y lo llevabamos naturalmente, como orgullosos de las cicatrices , cada uno a su manera claro.

Un abrazo desanimado, comentarios innecesarios y al final sólo los dos, sentados en la cama de plaza y media. La iluminación pareció agradarle, una pieza a oscuras de día, todo lo oscuro le venía bien, y con esto no intento decir que fuera poco agraciada.

La miraba con curiosidad y algo de impertinencia. Riendo, me sugirió que dejara de mirarle los pechos; devolviendole la sonrisa, me negué rotundamente. Entonces, empezó. Rebuscando en toda la mierda posible, intenté cargar los labios con resentimiento y odio. Sólo para darme cuenta a los segundos que era completamente innecesario, sólo hacía falta las ganas y el momento adecuado; curioso, no dependía del hombre adecuado, pues no lo había, nunca lo hubo.

Dejé hervir la sangre y solté las manos: Músculos tensos, tacto ávido, saliva, mucha saliva, dientes y pelo, carne y más carne, y ese aroma que no vale la pena intentar describir. Todo acompañado de las típicas ganas de estrangular con la fuerza de un animal frustrado. En verdad, no importaba mucho.

Llegó la noche y tuvo que partir, rogué un poco (no demasiado) para que pasara la noche conmigo, pero no aceptó. La acompañé y reimos, o al menos eso quiero recordar.

La noción había vuelto, y los recuerdos también. Será una noche agradable.